Ayer recordé desde el otro lado, esos momentos previos a que el telón abriera. Esos largos e interminables momentos en los que todo era nervios y ansiedad. Los espectadores iban llegando a la sala, y de repente podías espiar por un ínfimo agujero cómo eso iba sucediendo. El nerviosismo crecía, y se te formaba una cosa en la panza que sólo se iría cuando salieras a escena a dar vida a tu personaje, y con ello, a expresarte, a liberarte y a dejarlo todo.
El vestuario y el maquillaje estaban listos y la charla motivadora previa, a los gritos silenciosos porque el público ya estaba ubicado, era todo un ritual. Los saludos entre compañeros, los ejercicios de relajación previos, y toda esa energía concentrada para luego ser puesta al servicio del guión terminaban de generar un clima de tensa calma. Todo ese movimiento contrastaba con la inmóvil escenografía que esperaba lista para cobrar vida cuando las luces del escenario se enciendan.
Con la mente, el cuerpo y el alma alineados, ya casi todo estaba listo. Cada uno, tras bambalinas, está en su lugar y la cuenta regresiva final te retuerce y te libera al mismo tiempo. Necesitás salir a escena, y en ese preciso instante te olvidás toda la letra. Pero estás ahí: el telón se abre, las luces se encienden y llegó el momento. Mágicamente recordás cada línea, o todo fluye naturalmente. No sé si es mental u orgánico, pero ya está sucediendo, y a partir de ahí, todo acontece con una rapidez impensada.
Esos momentos antes de una función son incomparables. Nunca me pasó algo parecido y jamás dejé de extrañarlo desde la última vez, hace ya unos ocho años.
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